En la antigua Israel, el sumo sacerdote tenía el solemne deber de entrar en el Lugar Santísimo, donde se guardaba el Arca de la Alianza, solo una vez al año en el Día de la Expiación. Este versículo describe una parte crucial de ese ritual: la quema de incienso. Al colocar el incienso sobre el fuego, se produce un humo que llena el espacio, cubriendo el propiciatorio o asiento de la misericordia que está sobre el Arca. Este humo actúa como un velo protector, resguardando al sacerdote de la presencia directa de Dios, que se consideraba demasiado santo para ser visto por ojos humanos.
El ritual subraya la seriedad y la santidad de acercarse a Dios, recordándonos la necesidad de humildad y reverencia en la adoración. También refleja la creencia de que la presencia de Dios es tanto vivificante como abrumadora, requiriendo una cuidadosa preparación y respeto. Esta práctica es un recordatorio vívido de la santidad de Dios y la importancia de seguir las instrucciones divinas para mantener una relación correcta con Él. Anima a los creyentes a acercarse a Dios con asombro y respeto, reconociendo Su majestad y la sacralidad de Su presencia.