En este pasaje, Dios se dirige a Ezequiel llamándolo "hijo de hombre", un término que enfatiza la humanidad de Ezequiel y su papel como profeta. Dios le muestra a Ezequiel las prácticas idólatras que ocurren dentro del templo, descritas como "totalmente detestables". Estas acciones no son simples transgresiones, sino que son profundamente ofensivas para Dios, hasta el punto de amenazar con alejar su presencia del santuario, un lugar destinado a ser sagrado y dedicado a la adoración. Este versículo subraya la gravedad de la idolatría y el impacto que tiene en la relación entre Dios y su pueblo.
Esta revelación es parte de una visión más amplia donde Ezequiel observa diversas abominaciones cometidas por los israelitas, cada una más grave que la anterior. El pasaje sirve como una advertencia contundente sobre los peligros de apartarse de Dios y la decadencia espiritual que puede resultar de tales acciones. Invita a los creyentes a examinar sus propias vidas, asegurándose de que sus acciones y adoración se mantengan fieles a las enseñanzas de Dios. Además, el versículo refleja el deseo de Dios de tener una relación pura y devota con su pueblo, libre de la corrupción de la idolatría y el pecado.