En una experiencia visionaria, Ezequiel es transportado al templo de Jerusalén, donde se enfrenta a la cruda realidad de la idolatría que ha infiltrado el lugar sagrado. A medida que observa, se da cuenta de que el pueblo ha reemplazado la adoración a Dios con prácticas abominables, incluyendo la adoración a ídolos y rituales paganos. La visión revela la profunda corrupción y el desprecio por lo sagrado que han llevado a la ira de Dios. Ezequiel es testigo de la gloria de Dios abandonando el templo, un símbolo de la inminente destrucción y el juicio. Este capítulo es un poderoso recordatorio de la importancia de la pureza en la adoración y la necesidad de regresar a la verdadera fe. La visión de Ezequiel desafía a los lectores a examinar sus propias vidas y prácticas de adoración.
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