La destrucción de Jerusalén se convierte en un tema central en este capítulo, donde Ezequiel recibe la noticia de la caída de la ciudad. Dios le ordena que prepare un símbolo de la inminente devastación, y el profeta expresa su dolor personal por la pérdida de su pueblo. La imagen de una olla hirviendo se utiliza para ilustrar la calamidad que se avecina. Ezequiel también es llamado a ser un testigo del juicio de Dios, mostrando la gravedad de la situación. Este capítulo destaca la conexión emocional del profeta con su pueblo y su compromiso con su misión. A través de su dolor, Ezequiel invita a los lectores a reflexionar sobre la seriedad del pecado y la necesidad de arrepentimiento. La destrucción de Jerusalén es un recordatorio de las consecuencias del alejamiento de Dios.
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